Me encontré en un camino apartado con un perro descomunal y salvaje. Decidí seguir mi camino sin apartarme y sin temor. El perro hizo lo mismo. Nos cruzamos a una distancia prudencial y mirándonos por el rabillo del ojo. Cuando ya habían pasado unos metros, miré hacia atrás para asegurarme. El perro había hecho lo mismo y los dos descubrimos que ambos aún teníamos el miedo en los ojos.
Desde Brooklyn la noche te margina. Abajo de tus pies se escinde la ciudad en dos inmensos muslos, y cada esquina espera que le llegue el orgasmo. Estás ausente. Pero todo discurre como si no tomaras los ojos de un viejo espiando el último reducto de los parques a oscuras. Acechas amantes, y te amanece el cuerpo (sonámbulo casi). Y es que acaso en este punto sepas lo que eres, y tus manos contemplen aquello que prohibiste de ti mismo. Tímidamente amigo de la muerte. ¡Aquel amanecer desde el Puente de Brooklyn!
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