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EL RECREO



Oír un timbre...
en el renglón tachado,
niños de sombra que se ordenan
con calma de ciprés ante las puertas. Guardan su turno
para entrar
en el silencio de la Historia.
Octubre:
su navaja de lluvia desbrozando
cuerpos en babia,
lienzos
que la muerte
recoge entre tu sien
como el naipe marcado del prestidigitador.
Tú.
Tu resaca de ilustres apellidos
cuyas orlas arrasa, en su oleaje blanco, la justicia del tiempo.

La carcajada del maestro.
A la pizarra, Casanova,
Recítanos, desvélanos el alma que pernocta
tras esa verde y silenciosa
manera de mirarnos:
a qué reloj, a qué pecados, a qué función oscura
das vida en esas fiebres de insolente ojeador.
Velamos
la blancura del sueño, su mentira.
El dulce porvenir,
la santificación de ese fruto
que nos llama al bocado
tras la íntima culpa, y seguir,
continuar devorando
el salitre y la gula que resta
de la gran bacanal, del supremo reparto
al que nacimos sin otra disciplina
que saldar, con fármacos cuya visión no arrestaría
ni la menos corrupta
de tus sílabas, el odio, su ascua oculta, la cantinela de armas
todavía humeantes donde yacen, incómodos y azules, condenados y frágiles,
los sueños sin estatua.
La ambición,
fue la ambición -no la limosna de nuestra inocencia-
quien ahogaba entre rezos el presagio
de nuestras rodillas.
Escúchame mi niño,
mírame y peca sobre este infierno
creado al fin para que nos redimas, a ti y a mí,
de todo lo enseñado
por tus títeres de humo.
Tú eras el aventajado,
partícipe y creyente
cobrador de formas condenadas al redil:
libérame.
El ocho eterno de la lista,
eterno principiante en estos horizontes
que quería para ti, mancha genética
que ocultas en tus muslos
como lenguas furtivas
que cincelan, al oído y de espaldas
a la incólume vitrina de tus perversiones,
el rostro de un cobarde más hecho a la huida.
Todo
resiste en orden. La carne sudorosa
tras la pétrea ecuación,
las fiestas y sus blancos
ceremoniales con medallas, y besos,
y zapatos subiendo por la escalinata
hacia el alto metal,
al dilecto diploma,
hacia el gélido guante
de este verdugo con nostalgia que es mi compasión -la tuya, sí: felicidades.
Y los aplausos, Casanova,
los aplausos, la hermosa Mariluz,
vestida de mujer para las misas
erguida también para encender su paraíso.
La mirada alfabética
de todos contra todos.
Y los labios sin rumbo. Las muchachas sin rumbo.
Los ladridos sin rumbo
de las turbias esquinas
que otros, nunca tú, frecuentaban,
y tú en la puerta, tú, este que somos,
en la puerta, deshilachando fríos,
tristes pudores disfrazados
con baladas urdidas
al espejo, ferias cerradas al tacto del amor, soledad invadida
con lágrimas en celo: el amor,
su escalera hacia el cáliz disecado
donde beben en sombras el ángel y la bestia bajo un mismo propósito,
y de la que ya nunca bajarías
jamás.
Niños
cuya secreta ruina ―puedes verla―
estiraba las rayas en el pelo y cantaba
con pureza de sal
a la madre de todas las mañanas
alumbrando el saber y los pasos de niebla
hacia la cal enorme
de una tapia sin luz.
Pisamos
cada uno a su muerto boca arriba
en este patio donde Pablo
Gutiérrez todavía
repasa a Espronceda,
patria incendiada
en sus principios –destrúyeme, sí-
como buen colegial
la camisa por dentro:
Y Pedro Gea y Fidel
Garrido y los Antonios.
Pepe Muñoz, Cristóbal Cueva,
y Lucas, y la esbelta Marisol,
rubia de nieve
hacia el olvido.
Tan huérfana deshiela la visión
su huerto umbilical, la ceguera del tiempo cuya sangre
busca tus pies entre la noche
con tus propios párpados. No tú, sino tus ojos
te vigilan y siguen al fin desde la misma muerte.
Ven y arrodíllate, ahora
que me cobro tu deuda y los días,
como sangrándote en silencio de alguna enfermedad prohibida,
abren al corazón su cárcel de mendigos.


PEDRO LUIS CASANOVA


En este poema Pedro Luis Casanova nos devuelve otra vez una incursión en la mejor tradición poética española: el recuerdo de uno de los muchos días de escuela que se alargaban a nuestra infancia y que con el tiempo han quedado desdibujados en una materia que debe volver a inventarse desde lo escrito, desde la experiencia poética, en un monólogo dramático que sostiene el poeta  y le devuelve su cara en un espejo que demuestra con dolor, nostalgia e ironía el hueso al tiempo, su más descarnada imagen cuando entiendes eso de "que la vida iba en serio", que la vida no avisaba y que la infancia era parte de un proyecto al que ahora pertenecemos como antepasados de nosotros mismos.
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