" gritando por que termine la memoria
y el recuerdo se vuelva azul, y gima
rezándole a la nada porque muera."
EN LA MUERTE DE LEOPOLDO MARÍA PANERO. Joaquín Fabrellas.
Vuelvo a leer sus versos. Recuerdo el impacto cuando hace ya casi veinte años leí por vez primera Así se fundó Carnaby Street, se convirtió en mi libro de cabecera. Yo apenas era poeta. Ahora también lo sigo dudando, pero, al menos, no tengo miedo a fallar, ni a fallarle a nadie cuando escribo: ahora me da igual, y eso me lo enseñó Leopoldo M. Panero.
Así se fundó Carnaby Street fue para mí un punto de inflexión, yo procedía de una tradición balbuceante, tradicional, rimada, demasiado obsoleta y purista de la poesía. Cuando cayó en mis manos aquella antología de Juan José Lanz que reunía lo mejor de la poesía española de los 70, esa generación que todavía hoy no se ha podido estudiar lo suficiente, entre apocalipticos e integrados; descubrí el hermoso discurso de Leopoldo Panero, la radicalidad de su discurso, la libertad semántica, temática, el verso amplio y poderoso. Descubrí la posibilidad del viaje, incluso el viaje inmóvil del que no viajaba, sino que se recluía en un viaje interno mucho más profundo e iluminador; ese viaje no he podido todavía iniciarlo, ni siquiera me interesa, ese viaje está solo reservado a algunos, a los que se enfrentan a la poesía sin temor. Por eso su obra no le debe nada a nadie, carece de conformismos, de servilismos o posturas de cara a la galería.
Su originalidad reside en su discurso, ese discurso que nace de la lectura. Pero aún hay más, ya que, considero a la poesía como un texto que debe enunciarse desde la pureza, esa pureza surge de la falta de prejuicio y ningún poeta presenta estas características, todos pertenecen a una tradición o grupo que le hace ver el fenómeno poético de una forma determinada, sesgada, y le hacen escribir desde un manierismo tipicado.
Como decía Foucault en su interesantísmo El orden del discurso, el lenguaje se estructura desde el poder establecido, desde los medios de comunicación gobernados en mayor o menor medida por los poderes establecidos, en definitiva, que la Historia la escriben los poderosos. El lenguaje sirve para establecer el poder, o para arrebatarlo, de ahí la importancia de la literatura o de la poesía, que es un discurso que surge de la verdad para insuflar aire al espíritu humano y lo hace actuar, por lo tanto, el lenguaje humano es manipulable: el único discurso que escapa a la manipulación humana es el discurso que surge desde la locura, la falta de coherencia lo hace inclasificable y lo hace peligroso para el que ostenta el poder porque no puede manipularlo, la falta de unas reglas sintácticas normalizadas en el discurso del loco le confieren esa genialidad que iguala a muchos artistas. Eso le sucedía a Leopoldo María Panero. Falta de complejos. Empleo de un léxico deslumbrante, ingenuo como el de un niño, su lenguaje, digamoslo así, no tenía la misma valencia que para el resto de los escritores, lo que para los demás es un lenguaje marcado, para Panero era un tablero, un campo de batalla sin vencedores ni vencidos, excepto para la poesía y para el propio lenguaje. Es lo que calificaría Valente: "el lenguaje del poeta debe parecerse al canto del pájaro", el pájaro desconoce que su canto es bello, solo sabe que lo necesita.
La obra de Panero se nos ofrece como una de las más originales de los poetas de su generación, y no me refiero solo a esa antología novísma donde lo encerraron y lo clasificaron: había demasiada poesía en Panero para clasificarlo como una mariposa muerta con un alfiler en una cajita. Creo que es una de las voces más originales de lo que se ha llamado poesía de los 70, una serie de poetas que comenzaron a publicar durante la década de los 60 y se opusieron al régimen franquista, y desde su lenguaje resquebrajaron las férreas cadenas del régimen de Franco. Su obra se puede comparar por su originalidad a maestros ya desaparecidos como Diego Jesús Jiménez, (siempre recordaré una lectura profunda y reflexiva que llevó a cabo en la Sacristía de la Catedral de Jaén), poetas como Agustín Delgado, el entrañable lobo estepario, siempre le recordaré en esa última conversación que mantuvimos en la Cafetería del Hotel Condestable de Jaén, antes de su muerte y su lección impagable de rebeldía y poesía; Aníbal Núñez, otro inclasificable que entraría bien dentro del malditismo patrio, o, José-Miguel Ullán, todos desaparecidos y cuya obra, creo, ha pasado desapercibida frente a la obra de otros que han sido profusamente estudiados, la historia, esa historia que manipula los lenguajes los pondrá quizá en su sitio en los dudosos anaqueles de la poesía nacional.
Porque frente a tanta mediocridad poética actual y discursos secuestrados de lo que quiera que sea la joven poesía, esa que gana premios para editoriales comerciales a las que importa más una buena cuenta corriente que un buen libro de poesía, a ellos me gustaría dedicarles toda la obra de este Panero desaparecido.
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