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"La Superficie", un relato de Joaquín Fabrellas


Habían venido la prima Marta, el primo Juan y el vecino con gafas del que siempre nos reíamos, no porque tuviese gafas, sino porque nunca se daba cuenta de las cosas a tiempo; es decir, cuando le gritábamos que había que correr, él se quedaba ahí parado, como esperando a que llegase la respuesta al cerebro con lo que tenía que hacer, casi feliz de llevar gafas y de no quitárselas nunca, incluso cuando se ponía los jerseys, así tenía las gafas, casi siempre rotas y sucias, llenas de parches en los cristales, quizá esa era la razón por la que no podía reaccionar como nosotros.

Desde luego la más rápida de nosotros era la prima Marta, de la que todos estábamos un poco enamorados, todos la seguíamos sin dudar, seguíamos su pelo rubio, corriendo siempre tras ella cuando llegaba el camión de los helados, deseosos de acabarlo, cuando podíamos comprarlo, para obligarla a que nos ofreciese del suyo y compartir también su saliva, que no era como la del primo Juan ni mucho menos la de Toto, era de una especie más dulce, o al menos eso pensaba yo; había una especie de pacto, si a ella se le acababa el helado antes, todos le ofrecían, pero rara vez a los demás, bueno excepto Toto, que alguna vez me ofreció a mí, pero lo miré como diciendo, no hombre, así no... y ya no volvió a ofrecerme.

El primo Juan era el mayor, sólo físicamente, por eso nos intimidaba con su fuerza, cuando había que mover piedras enormes para hacer sillas en torno a una mesa, esos eran los juicios finales, en los que casi siempre condenábamos a la oscuridad o a la difusión a Toto, quitándole las gafas y dándole vueltas hasta quedar tan mareado que era incapaz de encontrarnos, Marta corría a esconderse, el primo Juan la seguía, yo me iba a las ramas más accesibles, Toto apenas podía ver, mareado, quedaba tan cansado que casi nunca terminaba su turno y todos teníamos que salir, eso era una especie de victoria.

Eran días enormes, marcados por el sol que nunca nos molestaba, parece no haber, desde la distancia, ninguna necesidad, ni la sed, ni el hambre, ni la suciedad nos afectaba, tan solo el juego, la comisión cotidiana de todas sus formas, el destierro del aburrimiento, la invención de civilizaciones diarias, los teatros de gestos sobreactuados, los saltos, el agua, todo, absolutamente todo era válido y volver a la cama cada noche envuelto en el olor fragante de las sábanas que olían a principio, con un poder balsámico que nos dormía enseguida sin darnos tiempo a pensar que guapa estaba la prima y que estúpido era Toto, cómo no darse cuenta de que venían a por nosotros, y así noche tras noche.

Nos encontrábamos siempre por los alrededores del río, al pie del monte, había muy pocas personas en el pueblo, se deshabitaba durante el invierno, había días en los que llovía con tanta fuerza que teníamos que permanecer en casa, eran los días perdidos, en los que se encendía la televisión que mostraba otros niños de ciudad y parecía que se divertían también con las bromas de unos payasos, pero estaban tan limpios que no podías fiarte de ellos, algo fallaba en su risa improvisada y metódica.

Era en el ecuador del verano, cuando las tardes son imposibles y el ruido de las chicharras es tan intenso que se parece al silencio, los padres duermen con ojos entreabiertos y a los niños sólo les queda la posibilidad de mirar de persianas para afuera comprobando el peso del sol, el humo borroso que nace de las casas, del suelo, de los tejados, no hay nada con vida a esa hora del año.

Me pareció extraño, no el ver a Toto, que solía ser el más rezagado para salir a la calle a encontrarse con nosotros, fue el hecho de encontrármelo en la casa, alterado, con las gafas rotas, hablando en voz muy baja para no despertar a nadie o para que nadie se enterase de lo que estaba pasando, pero qué podía estar pasando a esa hora en la que nada ocurre si no es con extrema dificultad.

-¿Puedes venir conmigo?-me dijo con un ligero temblor del labio.
-¿Qué pasa Toto?¿Tienes miedo de algo?-le dije yo no demasiado convencido, pensé en los brazos del primo Juan, que no dudarían en ese momento. Una cosa era que nosotros nos metiéramos con él y otra muy distinta era que alguien le pegase.
-Ven, acompáñame- me habló cogiéndome de la mano, obligándome; algo que no había visto nunca en Toto, la decisión.

Habían pasado ya las horas del calor extremo y ya habíamos avisado al resto del grupo y estábamos todos en torno al chilanco del Tío Galiano, algunas veces nos habíamos escapado de noche para bañarnos allí, sin que lo supiesen nuestros padres, el río a veces succionaba cuando menos te lo esperabas y el fondo, lleno de barro, era un suelo inexistente, una trampa blanda que había hecho desaparecer a algunos niños y a personas mayores buscando a hijos y así desde siempre, pero ejercía una especie de atracción última con nosotros: el primo Juan era siempre el primero en meterse, sobre todo por impresionar a la prima Marta, pero a nosotros también nos impresionaba, él decía no tener miedo, pero yo sé que miraba demasiado a los lados para comprobar que todo estaba en orden. También íbamos allí porque la condición era que nos teníamos que bañar desnudos y todos deseábamos ver a la prima Marta desnuda, sólo un poco, pero nunca quería meterse y si se metía, era con ropa, y a veces nos teníamos que dar la vuelta; pero esa tarde era diferente, Toto había descubierto algo, no sé qué le empujo a ir allí por su cuenta, a la hora del calor, pero lo había hecho y lo veíamos todos allí, desde lo alto, señalando el sitio exacto donde estaba el cuerpo de espaldas.

-Bueno, ¿quién va a bajar a ver qué es?- dijo la prima Marta con un tono impertinente, su pelo rubio imponía respeto y rabia a la vez.
-Yo no-dijo rápido el primo Juan, con un principio de temor en sus palabras- además no entiendo por qué Toto no ha bajado antes a ver lo que es, eres un cobardica Toto.

Usábamos siempre a Toto para recriminarle lo que éramos incapaces de decirnos a nosotros, él recogía así todo el miedo y la rabia de nuestra última infancia; la prima Marta no se sentía obligada a bajar porque era la musa rubia de todos los días, porque residía un halo de silencio en torno a ella que nosotros le concedíamos improvisadamente y ella lo sabía aprovechar en su justa manera, además nadie podía decirle cobardica a una niña y por otra parte no nos importaba, el juego era impresionarla a ella y el primo Juan había dicho para variar que no bajaba. La fuerza sin palabras de Marta se concentraba en torno a nosotros dos, Toto con las gafas rotas y yo que no tenía la más mínima intención de hacerme el héroe.

-Bajo yo-dijo Toto.

Nosotros pensábamos que esa voz, al principio, era la de la prima Marta, esa voz tenía una nota femenina, Toto era el más pequeño de nosotros.

Ni siquiera nos dio tiempo a mirarle la cara, simplemente acabó de decir eso y ya estaba descendiendo por el camino que llevaba al agua; tampoco habíamos mirado al cuerpo otra vez, creo que nos daba pánico, un pánico mudo que nunca habíamos sentido y que éramos incapaces de reconocer, no nos mirábamos para no tener que ver en nuestras caras la vergüenza de no haber podido bajar nosotros mismos, y Toto, el que nunca se había sentido interesado especialmente en la prima Marta descendía casi alegre por el escarpado camino que llevaba al agua y al cuerpo de espaldas. Se paró a la mitad y nos sentimos aliviados, le queríamos decir ya una serie de insultos sin piedad y cuando nuestras bocas se habían abierto lo vimos coger un palo que había cerca de unas rocas y nos gritó: ¡No pensaréis que iba a tocar al muerto!

Hasta ese momento nadie había querido pronunciar esa palabra, pero Toto lo había hecho con una naturalidad desconocida, casi fácil; ahora sí que nos miramos urgentemente, preguntándonos, negándonos con los ojos que eso no podía ser cierto, que seguramente Toto se había equivocado de nuevo, pero ya estaba allí, de pie, con el fondo verde del agua estancada, con un principio de oscuridad apoyado en la peña que cubría de sombras el agua fresca. Y el cuerpo de espaldas sumiso, fiel a su forma primera, ahora era inevitable mirarlo, estaba al lado de Toto que se había ido acercando sin darnos cuenta, como si ya hubiese estado allí hacía muchísimo tiempo; había también una imperceptible declinación de la luz y el sonido fricativo de las chicharras que daban una nota real a lo que estaba ocurriendo. Teníamos miedo, sobre todo, al movimiento, a que el brazo blanco e hinchado del muerto se moviese y hubiese que salir corriendo y que no nos diese tiempo a escapar de no sabíamos muy bien qué, eso lo hemos hablado muchas veces los cuatro, hemos visto todos los puntos de vista, todo lo que podíamos haber hecho para que no hubiese ocurrido nada de lo que ocurrió, pero es que el destino era algo que no entendíamos ni el dolor o la muerte, era algo que no nos habían explicado, pero que no por eso era menos real, supongo que el miedo era la única forma de destino más inmediata que nosotros conocíamos. Recuerdo muchas noches en la habitación antigua, con dos puertas, una cerrada y otra separada sólo por un armario maltrecho, recuerdo haber oído los pasos de alguien que se acercaba, quizá para verme dormir o para decirme que estaba durmiendo en su cama de muerto y tenía miedo a que me cogiese por los pies y me zarandease y yo no sabía si cerrar los ojos o dejarlos abiertos para ver cómo se iba o se iban acercando a la cama alguien muy delgado con nombre de antepasado; pero esas pesadillas las tuvimos todos, sólo que no eran pesadillas, las noches de insomnio eran reales.

Esa tarde la luz se había marchado y lo que nunca había sido un problema se convirtió en un obstáculo insalvable de distancia y huida, le gritamos a Toto que subiera rápido, que ya no quedaba luz y a él apenas le había dado tiempo a tocar al muerto con el palo, lo tocó de una forma obscena, como se tocan los excrementos de perro con un palo largo, feliz de saberse a una cierta distancia salvadora, única e infranqueable.

-¿ Y, cómo es?- preguntó curioso el primo Juan.
-Pues, no sé, supongo que blando-respondió Toto.
No fue capaz de recriminarnos nada, no le daba importancia a lo que acababa de ocurrir, quizá no la tuviese para él; la prima Marta se puso a su lado y le rodeó con su brazo izquierdo, sin decir nada, tan sólo apoyándole y yo pude adivinar casi unos suspiros que , la verdad, me parecieron forzados.
-No se lo vamos a decir a nadie, ¿vale?- afirmó la prima. Este será nuestro secreto. De todas formas no sabemos quién es y ni siquiera si es una persona o no, o si está vivo...
-Pero tú...tú estás loca!! Dije yo airado. La verdad es que todo lo que estaba sucediendo me daba pánico, tenía que decírselo a Papá o Mamá o a la tía Melda, que no era mi tía, pero que siempre me consolaba y me daba chocolate al final del llanto o el berrinche, pero a ellos nunca se lo reconocería, sinceramente me daba asco, aquello, la muerte, era como un animal salvaje que había aparecido en mitad del verano para hacernos una señal.
-De acuerdo, lo juro...- oí que decía, sorprendiéndome a mí mismo. -No lo diré.

Al día siguiente volvimos más temprano, el sol iba descomponiendo lentamente la carne que sobresalía del agua, empezaba a oler mal, nos tapábamos la nariz y la boca, había que decírselo alguien, pero haber dicho algo en aquel momento hubiera supuesto un ultraje y te convertiría rápidamente en un chivato, la escala más baja de la infancia, nosotros, que jugábamos a ser adultos.

-Propongo que le demos la vuelta- dijo la prima.
-Vale, dijo Toto divertido. Se había acostumbrado ya a asumir el papel de temerario, realmente porque era demasiado pequeño y aquel cuerpo no significaba nada, ni tenía un pasado ni mucho menos un futuro y por supuesto no tenía que residir en ningún lugar bajo la tierra. Nunca habíamos asistido a un entierro, no sabíamos nada de aquello y no era más que un juego, aunque dentro de nuestras cabezas algo sonaba diciéndonos que estaba mal, quizá no para la prima y Toto, que estaban entusiasmados en su secreto y en ir a visitarlo una y otra vez, incansablemente, Juan y yo ya no podíamos más y nos quedábamos arriba y hacíamos como que nos divertíamos mirándolos, pero ni siquiera hablábamos, mirábamos asustados a ver qué nuevo descubrimiento iban a hacer ahora, ya le habían dado la vuelta, habían visto su expresión sin ojos, su mueca de dolor antes de la muerte, casi habían podido oír su voz llamando muy bajo a alguien, todos los días nos acostumbrábamos más a él, a su presencia muda, ya nosotros bajábamos y hablábamos con él y lo tocábamos y lo más curioso era que no nos importaba el olor, quizá porque ya olíamos como él, pero no nos dimos cuenta nunca de cuando empezó a efectuarse el cambio. Creo que ya no se lo hubiéramos podido decir a nadie, que ya era uno más de nosotros, que era como Toto, y que a veces atrapábamos ranas con sus manos y no nos daba miedo y a mí no me daba asco, casi era un aliado porque se había convertido en verdad en nuestro único confidente.

Sí me asusté cuando un día oí nuestros nombres, claramente pronunciados por sus labios sin saliva y sin carne, entonces empezamos a preguntarnos muchas cosas, que cuánto tiempo llevábamos allí, sobre todo, que ya no volvíamos a casa por las noches, que nadie nos buscaba, que no habíamos comido en mucho tiempo, pero todo, todo nos lo respondió él desde el borde quieto donde residía y nos dijo nuestros nombres otra vez, que habían desaparecido cuatro niños, que los habían buscado en el río y que él creía haberlos encontrado, pero hacía mucho tiempo, ahora estaba bien allí y que era mi padre.

Creo que ese día se nos acabó la infancia, lo que temíamos entonces era la vida, no recuerdo exactamente cuando atravesamos el agua y decidimos vivir en esa realidad estancada y acuática para siempre, pero es que ya no sé ni en qué lado resido.
 

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