Rumor de acequias entre los frutos, clamor bajo las gárgolas. Perdido estuve en los mercados, encendido en los rostros reunidos por la voz ferial, ciego en las cintas y en el aroma de los alimentos, confundido en el fondo de la alegría. Lana y silencio en los soportales, flores bajo las logias. Altos lienzos sostenidos por horcas comunales gritan en la paz solar, y un día esférico se abre en vértigos y sombras, en navajas y sombras, sobre costumbres y carriegos. Fluyen monedas y servicios; fluyen las aguas de la vida en un río sin nombre, en un tráfico de suciedad gloriosa, de varón en varón, de mano en mano. Un remolino de labriegos y madres habla el idioma de los muertos, la palabra lastrada de rocío, verde bajo los vientos, hirviente y dulce en los almacenes. Uvas y arándanos en la claridad y, en los días del hielo, el relámpago amarillo de los narcisos florecidos a la sombra de las grandes montañas.
Desde Brooklyn la noche te margina. Abajo de tus pies se escinde la ciudad en dos inmensos muslos, y cada esquina espera que le llegue el orgasmo. Estás ausente. Pero todo discurre como si no tomaras los ojos de un viejo espiando el último reducto de los parques a oscuras. Acechas amantes, y te amanece el cuerpo (sonámbulo casi). Y es que acaso en este punto sepas lo que eres, y tus manos contemplen aquello que prohibiste de ti mismo. Tímidamente amigo de la muerte. ¡Aquel amanecer desde el Puente de Brooklyn!
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