Retro-modernismo
La casa es un cuerpo, encalada hace muchos años, ahora amarilla y ahuecada por la humedad. El número es mágico. El nombre de la calle es escondido, como sus habitantes; el pueblo es un nombre compuesto, el territorio es rojo, desaparecido. Algunas personas, polvorientas. Alguien corre con un cuchillo clavado en el estómago. El río no lleva agua y hay un toro acurrucado en el árbol.
Hay matrículas que no localizo desde una mínima geografía sin lechuzas. Soy pequeño, menudo, estoy aprendiendo el idioma nativo, es un Latín ensombrecido. La casa es frágil y el suelo es de papel cebolla, camino sobre una biblia de vigas falsas. Los frutos son dulces y de plástico, pegajosos.
Los cristales me reflejan acuoso, derretido, no me reconocen; ayer aprendí a escribir. El suelo de la casa sin baldosas. El baño es una cuadra sin sol. Hay una balanza con insectos sin peso.
Yo amo a todos los habitantes de la casa, a los que están y a los que no están, amo el miedo en los espejos, el telar nocturno, la mecedora vacía donde se sienta mi abuela con su moño perenne. Yo heredo su tristeza. El anonimato feroz de mis antepasados. Colchones de plumas aptos para el cuerpo de un niño; el suelo tiembla y alguien me besa; hay un cisne verde que me mira desde un puente modernista con libélulas, le han extirpado el bazo en un río de petróleo.
Por la mañana, mi abuela muerta me prepara el desayuno. Yo miro un boleto de lotería premiado en los años cincuenta. No entiendo a nadie. Me confundo entre el mantel de humo. Reconozco los objetos ahora raídos y después brillantes. Me dan madalenas que no caben en mis manos. Mi abuela apura los restos con una navaja que no sé de dónde saca.
Pero Dios de esto no sabe nada.
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